
La luz recortaba uno por uno todos los agujeros de la arena. El olor desnudo de la maresia, perfume limpio del mar sin putrefacción y sin cadáveres, penetraba entero.
Y a lo largo de la playa, de norte a sur, perdiéndose la vista, la marea vacía mostraba sus rocas oscuras cubiertas de caracolas y algas verdes que recortaban las aguas. Y tras ellas se rompían incesantemente, blancas y enrolladas y desenrolladas, tres hileras de olas que, constantemente deshechas, siempre se realzaban.
En lo alto de la duna el Buzio estaba con la tarde. El sol se posaba en sus manos, el sol se posaba en su cara y en sus hombros. Se quedó un tiempo callado, después, lentamente, empezó a hablar. Entendí que él hablaba con el mar, pues lo miraba de frente y extendía hacía él sus manos abiertas, con las palmas vueltas hacia arriba, Era un largo discurso claro, irracional y nebuloso que parecía, con la luz, recortar todas las cosas.
No puedo repetir sus palabras: no las memoricé y esto ocurrió hace muchos años. Y tampoco entendí por completo lo que decía. No oí algunas palabras, porque el viento rápido las arrancaba de la boca.
Pero recuerdo que eran palabras moduladas como un canto, palabras casi visibles que ocupaban los espacios del aire con su forma, su densidad y su peso.
Palabras que llamaban por las cosas, que eran el nombre de las cosas. Palabras brillantes como las escamas de un pez, palabras grandes y desiertas como playas. Y sus palabras reunían los restos dispersos de la alegría de la tierra. Él los invocaba, los mostraba, los nombraba: viento, frescura de las aguas, oro del sol y brillo de las estrellas.
Sophia de Mello Breyner Andresen (Contos exemplares).
Trad. Marta López Vilar
Imagem: Litoral da Ericeira (3-5-2008)